Por Marcela García Machuca
Pocas cosas son tan poderosas como la voluntad humana.
Al igual que la ciencia, que sólo puede ser impulsada por los científicos que no descansan hasta resolver las incógnitas de su trabajo, encontrar otras formas de hacer las cosas o desarrollar nuevos materiales para satisfacer las necesidades del hombre, la ciudadanía es una conquista que debe ser alimentada por el afán de sus únicos protagonistas, nosotros los ciudadanos. Los más grandes cambios sociales, políticos y económicos vinieron de quienes no estaban en el poder, pero empujaron las barreras hasta derrumbarlas.
Dice el filósofo español Emilio Martínez Navarro “uno de los productos más preciados de la reflexión ética que la humanidad ha ido desarrollando en los últimos siglos es la noción de ciudadanía. Se trata de un concepto ético-político que representa a los seres humanos como sujetos activos y participativos en pie de igualdad como miembros de la sociedad en la que viven y trabajan. En lugar de dejarse tratar como siervos, o como súbditos de algún supuesto “superior”, quienes se ven a sí mismos como ciudadanos exigen ser tratados con el máximo respeto y consideración, ateniéndose a normas que rigen para todos por igual”.
Me llama la atención que Martínez Navarro no dice que la ciudadanía sea una idea que la humanidad haya “desarrollado”, como algo acabado, completo, sino que dicta “ha ido desarrollando”, como algo que está en pie de lucha todavía, viva y por lo tanto amenazada, y lo hace así intencionalmente, pues ciudadano es un concepto que existe desde la Grecia antigua, extendido por los romanos y luego diluido en por el feudalismo en siglos de oscuridad y sometimiento, reconquistado en la Ilustración y las revoluciones y vuelto a anestesiar en el Siglo XX. Revisemos cómo nos perdimos tantas veces.
Ya en Atenas en el siglo V a.C. eran ciudadanos aquellos individuos libres, miembros de dicha sociedad con una serie de obligaciones y derechos políticos, civiles y sociales (no eran ciudadanas las mujeres, ni solteras ni casadas ni viudas). La ciudadanía activa, se basaba la igualdad ante la ley y el ágora, la libertad para expresarse y votar en la toma de decisiones política y participación en la asamblea y los tribunales. Esto sólo lo gozaba la aristocracia hasta que Efialtes y Pericles del partido demócrata de Atenas lograron extender esos privilegios a hombres de otros estratos sociales.
El concepto más o menos similar llegó a Roma en los tiempos de la República, donde sólo eran ciudadanos los patricios (clase social distinguida descendiente de los primeros fundadores) y la clase privilegiada, luego se incluyó a los plebeyos, y en el Imperio Romano la condición se extendió a los habitantes de sus territorios conquistados.
¿Qué pasó?, si ya hace milenios teníamos esta palabra: ciudadanía, ¿por qué seguimos luchando por ella en el siglo XXI?
El concepto se pulverizó igual que el Imperio Romano y durante la Edad Media, el feudalismo constituyó un sistema social en base a siervos, vasallos y señores, la ciudadanía no era más que la subordinación a un señor feudal o un monarca, con obligaciones como el tributo pero sin participación política, bueno, ni cuidados, la gente moría sin ser atendida porque no era nadie, terrible, sólo las élites feudales decidían arbitrariamente las cuestiones colectivas, gozaban de privilegios y autonomía personal.
Y así pasaron siglos, hasta el Renacimiento, donde con el surgimiento de las ciudades-Estado, el derecho a ser ciudadano volvió, pero fue casi restringido a los gremios, pues se basaba en los méritos.
Sin embargo, a algunos intelectuales inquietos, voltearon a ver de nuevo a los griegos y así es que surgieron los rock stars de la Ilustración, Hobbes, Locke, Rousseau y Kant quienes plantearon ideas que podrían resumirse en el contrato social o pacto civil en donde el hombre, la sociedad y el Estado se amalgaman sus relaciones: tanto al soberano como al ciudadano corresponden derechos y obligaciones que deberán respetar en tanto miembros del Estado y es ahí en la sociedad donde pueden garantizarse la seguridad, la libertad y la propiedad.
Tampoco fueron definiciones perfectas pero a partir de ésas surgieron las ideas que dieron pie a las revoluciones sociales y con ellas la Declaración de los Derechos del Hombre, en 1776, en la independencia americana, y la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, en 1789, en Francia, y en éstas sí se dicta que el hombre por su condición humana goza del derecho a la vida, a la libertad, a la seguridad jurídica, a la propiedad, a la elaboración de la ley o voluntad general por sí o por medio de representantes, a emitir libremente su pensamiento, y a ser elegido, elegir y controlar a los gobernantes, y por su ejercicio se convierte en ciudadano.
De nuevo vemos derechos relacionados con la acción: “por su ejercicio se convierte en ciudadano”.
La independencia de México, por cierto, se consuma gracias a un texto también, la Constitución de Cádiz en 1812, en donde decía que todos los habitantes del Imperio Español serían iguales antes las cortes, cosa que no gustó aquí a los peninsulares que tenían bastantes privilegios sobre las otras clases sociales, de modo que pactaron con los últimos rebeldes de Vicente Guerrero. Pero la historia ya la conocen, los liberales no se dejaron y sus siguientes constituciones de México independiente, las de 1824 y 1857 fueron asegurando los derechos civiles, hasta la última, la actual, en 1917.
Pero, ojo porque en el siglo XX está el meollo del asunto que hoy tratamos, algo extraño ocurre: con el advenimiento del Estado Protector surge la de Ciudadanía Social, que considera ciudadana aquella persona que en su comunidad política se reconocen y protegen los derechos civiles, políticos, y también los económicos, sociales y culturales, señala la filósofa española Adela Cortina, “en donde el Estado está obligado a tratar a sus miembros como ciudadanos sociales, necesitados de libre expresión, asociación, conciencia y participación, pero más, si cabe, de alimento, vestido, vivienda, trabajo y cuidado”. El Estado se convierte en un protector total.
Esto arroja como consecuencia “un tipo de ciudadanía pasiva, acostumbrada a esperarlo todo del Estado-providencia“, dice Cortina, es decir, dependiente de los nuevos señores feudales.
Ha costado mucho deshacerse de esas neo-viejas ataduras, pero han sido los atropellos “del padre protector” los que han hecho redefinir la ciudadanía. Hoy los derechos ciudadanos están más allá de los textos, se encuentran en la consciencia colectiva, pero igual se pueden diluir como en el pasado, por eso es importante no quitar el dedo del renglón y ese reglón es aquel que nos dice que hay que actuar más de lo que el Estado puede hacer.
Si ser ciudadano equivale a “reconocer a alguien la plena capacidad para asumir los mismos derechos y obligaciones que los demás miembros de la comunidad, incluyendo la co-partición en la gestión de la misma”, como dice Martínez Navarro, iríamos en retroceso si volvemos a dormir esperando que alguien más sea el que gestione cómo resolver las que cree son nuestras necesidades.
Ser ciudadano en el Siglo XXI implica actuar, sí, es levantarnos de nuestro lugar y hacer algo más que votar en las elecciones y pasar memes o textos con ideas geniales. El mundo de hoy requiere de hombres y mujeres tridimensionales, viviendo lo personal, lo profesional y lo ciudadano. El mundo de hoy no se concibe sin nuestra intervención, sería inviable. Ciertamente, la realidad social y económica puede ser tan compleja que nos abruma y desborda, pero las cosas pueden cambiar poco a poco con pequeñas buenas prácticas en nuestras esferas de acción.
Lo peor que puede pasarnos es desanimarnos justo ahora. Blas Pascal, el físico y filósofo francés dijo hace siglos: “El hombre es una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante”. Quizá debiéramos entender que de él que toda la fuerza del universo y la naturaleza y la inercia de los sistemas que hoy vemos complejos e impenetrables tienen una falla, no piensan, nosotros sí.
Citas obtenidas de:
http://emiliomartinez.net/pdf/Compromiso_Ciudadania.pdf
https://es.scribd.com/document/52706062/Adela-Cortina-Ciudadania-Social
Marcela García Machuca es graduada de ciencias de la comunicación con posgrado en estudios humanísticos con especialidad en ética por el ITESM, fue 15 años periodista de EL NORTE, reportera y editora en las secciones de cultura, arte, reportajes especiales, perfiles e historias; ha sido catedrática del Tec de Monterrey impartiendo comunicación, historia, sociedad, economía y política de México (para preparatoria), ética, persona y sociedad (para carrera) y responsabilidad social empresarial (para maestría). Actualmente escribe una novela, es asesora de responsabilidad social de Corporación Ambiental de México y prepara una propuesta ciudadana independiente sobre el manejo y la responsabilidad de los residuos sólidos en Santiago.